El gremio

Todas esas perenganadas de aficionados no hacen más que dañar a la industria. Hay que acabar con ellos. Si quieren hacer comedias, que ingresen como meritorios.

Podría ser el Mussolini de Jardiel, tras la muerte de su húngaro, pero es aquel pobre valenciano.

Podría ser el Mussolini de Jardiel, tras la muerte de su húngaro, pero es aquel pobre valenciano. Image: El Periódico.

Fui encarcelado durante una hora el otro día por un transportista balcánico muy serio y con ganas de progresar en el mundo, quien me explicó por qué iba a dejar la brasileña y su hijo (“Su madre es propietaria de un bloque de pisos de nueve plantas en la costa, pero nunca me dio un centavo”), y que no le gusta que le llamen machista (“En mi país no matamos a nuestras mujeres, como aquí. Las pegamos: para qué te sirve una mujer muerta?”). Sin embargo, tuvo un consejo útil después del bolo:

– Miré tu sitio web, y necesitas cambiar una cosa.
– Ya lo sé, el tipo de letra es horrible.
– No no, tienes que quitar ese cerdo en la parte inferior que pide donaciones.
– Pero algunos británicos sí que contribuyen.
– Ach, británicos! Estás en España, por lo que tienes que quitar el cerdo y poner “Amb el suport de la Generalitat de Catalunya”.
– Cómorrr?! No recibo subvenciones, ni las quiero!
– No importa. Si eres artista debes tener esa placa.

El pasado finde leí Campo abierto de Max Aub, que recoge la asistencia de una delegación de un grupo estudiantil a una reunión en la Valencia revolucionaria del 36:

Peñafiel, Josefina -porque conviene que vaya una mujer- Sanchís y Dalmases, [irán] a entenderse con el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos U.G.T.-C.N.T.

El comité está reunido en sesión permanente. Son doce. Preside un acomodador. Le dicen «el Fallero». Viejo socialista. Pero las miradas, directas o solapadas, van hacia Slovak, un mozacón de cabeza rapada que nadie sabe de dónde ha salido. Lo han traído los de la C.N.T. Dicen que lo mandan de Barcelona. Habla Santiago Vilches, un actor de zarzuela, masón y republicano: habla siempre, lo dejan. Siempre engolado, como con corsé. Dicen que duerme con una mano en el pecho, desde que representó al Greco, hace años.

–Camaradas, nuestro país vive en estos momentos el proceso revolucionario más hondo que registra la historia del progreso humano…

Ambrosio Villegas mira una mosca que corre por la pared. ¿Cuándo echará a volar? Está ahí en representación de los autores. Lo han aceptado a regañadientes. Los trabajadores del teatro no creen tener que contar con los escritores. Todavía los músicos…

–Se derrumba un sistema, y sobre las ruinas del pasado tenemos la obligación de estructurar la vida económica de nuestro país recogiendo el anhelo de la clase trabajadora…

La mosca vuela. El teatro en manos de sus trabajadores. Villegas no se hace ilusiones: se hablará de sueldos.

–… Y estableciendo unas normas justas y equitativas para la convivencia humana.

Claro, piensa Villegas, tenía que surgir la palabra humano. ¿Qué quieren todos estos que están alrededor de esta mesa? El Fallero dice lo que piensa; quiere mandar; pero no directamente, tiene alma de cacique. A Rigoberto Salvá, tramoyista, no le importa nada de nada, como no sea dormir. Luis, el apuntador, tiene sus «puntas y collar de poeta», querrá estrenar y estrenará ¿Y el checo o yugoslavo ese? ¿De dónde ha salido? El se ha opuesto, más que nadie, a que formara yo parte del comité.

Villegas había hablado antes con él, mientras comían un tentempié ¿Sabe más de lo que aparenta? Así de buenas a primeras parece muy bruto y fía mucho de su pistola, muy brillante y muy visible. Siempre vuelve a lo mismo:

–Hay que hacer la revolución…

No dice cómo ¿Quitar los teatros a sus dueños? Ya está ¿Socializar la industria? En eso estamos. Pero ¿y después? ¿Vamos de verdad a hacer un teatro decente?

Nadie tiene derecho a desertar de su puesto, dice ahora el Fallero, necesitamos la colaboración de todos. Estando todos los trabajadores del espectáculo enmarcados en las sindicales UGT y CNT no sería mucho esperar de vosotros aquella disciplina sindical a que estamos obligados…

Villegas tiene su carnet, nuevecito, de «Oficios Varios» que ha conseguido en la UGT. Hubo sus más o menos al tratar el asunto en la Sociedad de Autores. Algunos se resistían, con bastantes buenas razones, a afiliarse a un sindicato.

Prevaleció la opinión de que nada se perdía, y era útil para con las patrullas. Que cada cual se afiliara al sindicato que más le gustara.

–… Y la solidaridad que debe existir entre todos los trabajadores. (La solidaridad. Sí. Aquí está la palabra: solidaridad, o solidareidad, como se debiera decir ¿No se dice contrariedad o arbitrariedad? ¡Qué más da! Su continua manía purista ¿De qué le había servido?)

Archivero del museo de San Carlos, sí, archivero, mueble arrinconado al que se consultaba impersonalmente de muy tarde en tarde. Villegas vivía solo, dando clases. Había publicado un libro de versos de quien nadie se acordaba, y estrenado unas comedias, al paso de algunas compañías de segundo orden, hacía muchos años. Tenía cuarenta y cinco, aparentando diez años más.

Solidaridad o solidariedad es una palabra relativamente nueva -pensaba- y hasta cierto punto es posible que el sentimiento que refleja también lo sea ¿Adhesión a una obra común? Los latinos decían in solidum: solidariamente. Pero no se refieren a esa emoción que surge de la masa. Villegas se recuerda del mitin de Mestalla. El sentimiento conjunto, regado, machimbrado de cien mil personas. Lloró al oír hablar a Azaña. No era la oratoria: era el deseo de aquella masa, su ilusión idealmente solidificada, la seguridad de un mundo mejor a la vuelta de unas semanas, por carisma. La ayuda, la comunión, la composición indivisa del aire que respiraba; sentirse parte de un todo conocido y amado. Intervenir, comunicar, interesarse mancomunadamente. Sí, era eso: de mancomún. Mejor que solidaridad, que sonaba a catalán.

–Hay que hacer la revolución -decía Slovak, por quinta vez.

Villegas, impacientado, levantó la mano pidiendo la palabra. No tenía idea de lo que iba a decir.

–Tiene la palabra el compañero Villegas.

–Señores…

–Aquí no hay señores, todos somos camaradas -interrumpió Slovak.

–Bueno, no tiene importancia.

–Sí, la tiene.

–Como ustedes quieran.

–Aquí todos nos hablamos de tú.

–Como vosotros queráis. Sólo quería hacer notar que… si la revolución va a consistir en socializar los teatros no será una verdadera revolución teatral.

Hizo una pausa y se oyó la mosca que fue a posarse en el cráneo rapado de Slovak, que la espantó impaciente.

–No. Lo que hay que socializar es “el” teatro.

Villegas se calló, quedó una interrogación en la mirada de todos.

–Nada más.

–Mire compañero -dijo el Fallero- eixó estará muy bien: pero no le veo la punta.

–Como que no la tiene, recalcó Lloréns, un actor de la CNT

Intervino Slovak:

–No, sí la tiene. Es una gracia de intelectual partidario de Azaña.

Dijo Azaña, con el mismo desprecio que si hubiese dicho Sanjurjo.

–Creo que don Manuel Azaña sigue siendo Presidente de la República.

–Y tú le dedicaste una serie de artículos, acerca de Rivera y de Ribalta.

Todos se miraron extrañados. No les sorprendía ignorarlo, sino que lo supiera aquel hombre.

–¿Tiene algo de malo?

–No, nada. Pero como yo decía: los intelectuales de tu tipo no tienen nada que hacer aquí. No creas que no te entiendo. El compañero Villegas quiere que se representen sus comedias.

Villegas no era hombre de arrestos, y ya había dado de sí cuanto podía. Prefirió callar, se sentía molesto. Más que nada por el acento extranjero de aquel tipo.

El Fallero puso a discusión el salario de las mujeres de limpieza, y las del water con jabón y toalla por su cuenta. En ese momento, por las buenas, entraron en el cuarto -destartalado y sucio- Dalmases y los demás.

–¡Ché! dijo el Fallero ¿qué manera de entrar es esa? ¿Qué queréis?

Slovak tenía la mano en las cachas de su pistola.

–Un teatro.

–¡Hombre! ¿Y tú quién eres?

Peñafiel saludaba a Villegas. Este los presentó.

–Son los del Teatro Universitario.

–¿Qué tienen que hacer aquí unos aficionados? preguntó Lloréns. El teatro es cosa de profesionales. Todas esas perenganadas de aficionados no hacen más que dañar a la industria. Hay que acabar con ellos. Si quieren hacer comedias, que ingresen como meritorios.

… que nos conduce irrestiblemente a la anécdota en Las armas y las letras de Andrés Trapiello sobre Enrique Jardiel Poncela:

[P]asó los trece primeros meses de la guerra amedrentado, sorteando interrogatorios y sospechas, en Madrid, Valencia y Barcelona, donde los anarquistas de la CNT se entusiasmaron con él y le encargaron que formase una compañía de teatro. Jardiel les pidió dinero, casa, pasaporte, y cuando se lo proporcionaron, incluido el permiso de Miaja para salir de Barcelona, se largó con todo, menos con la casa, que no cabía en el barco. En Marsella, consiguió un contrato ficticio en la compañía de Lola Membrives, que actuaba en Buenos Aires.

Allí Jardiel hizo durante unos meses doble juego, hasta que unos republicanos disfrazados de capitalistas, con obispo incluido, le tendieron una celada, y Jardiel, confiado en el ambiente, empezó a ensalzar a Franco, cayó en la trampa y fue desenmascarado y varapaleado.

… y también a la espléndida junta general de la Unión de Asesinos sin Trabajo en Espérame en Siberia, vida mía, gran novela de Jardiel sobre el teatro (y los osos) en sus varias formas. Pero hay que leerla toda, y además somos hungry little teddy bears.

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